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Posted on Mon, Jul. 08, 2002 story:PUB_DESC
A un maestro

S yracuse -- Al abrir el correo electrónico me encontré el triste mensaje: el anciano maestro ha fallecido. La noticia me ha conmovido hasta la médula: éste había sido, sin dudas, entre los muchísimos y excelentes docentes que he tenido en mi larga carrera de estudiante, el mejor y más influyente de todos.

Pero ¿quién era? ¿Tal vez mi mentor de doctorado? ¿O el profesor de mi materia favorita? ¿Era un famoso doctor, con eminentes credenciales, voz gangosa y acento extranjero? ¿Era un erudito, con una extensa estela de reconocimientos académicos y premios internacionales? No, era sólo Mario, mi profesor de sexto grado, allá en mi Cuba.

Otro maestro cubano dedicado, concienzudo, de los que enseñaba con el intelecto y con el alma. Era sin duda un hombre de valer extraordinario quien, con su doctorado en pedagogía de la Universidad de La Habana, logró ser reconocido tanto allá como aquí. Hoy, a través suyo, quisiera honrar la memoria de tantos y tantos educadores cubanos que han venido a este país y han dado su quehacer intelectual aquí, para beneficio de la nación generosa que nos ha acogido --y para menoscabo de la pobre Cuba, que los ha perdido.

Porque nuestros maestros demostraron siempre su alta calidad. En Cuba, Mario pronto ascendió del aula a la jefatura de la primaria --y terminó de director del colegio. Al salir al exilio, enseñó pedagogía durante muchos años en una de las mejores universidades del país, publicó varios libros de texto y se retiró como profesor emérito con una linda ceremonia a la que tuve la suerte y el honor de asistir.

Cuando lo conocí, yo tenía sólo 9 años y estaba en cuarto grado --y ya Mario era el director de primaria. Muchas veces fui a su oficina --de castigo-- metido en tremendos líos, por fajarme a piñazos, por insubordinación en el aula, por hablar en clase, qué sé yo... Mario, siempre tan sagaz, veía a un alumno necesitado de dirección y ayuda y, severo pero justo, me hacía copiar diversos libros de textos, en el aula de castigo--pero no me expulsó del colegio, cosa que otro menos paciente sin duda hubiera hecho.

Por fin, al llegar a sexto, lo tuve como profesor. Y entonces comprendí por qué era tan admirado como temido. El castellano, su asignatura favorita, la explicaba con soltura, utilizando lecturas altamente educativas e informativas. Incluía, además, en sus clases muchas citas que ayudaron a formar nuestras conciencias y almas, como aquélla que nos dio en plena lucha contra Batista: ``Los dictadores se perpetúan en cemento y arena''.

En sus clases de historia y geografía, nos hacía escribir largas composiciones, precursoras de estas columnillas que hoy publico. Y seleccionaba algunas para leerlas y comentarlas en clase. También organizaba debates sobre temas profundos: la pena de muerte, la democracia, la expulsión de los jesuitas en España --interesantes temas para jóvenes adolescentes que necesitábamos no sólo aprender a contar, ¡sino más aún aprender a pensar!

A la hora de calificar, el maestro era bien exigente. Recuerdo uno de sus exámenes de gramática, en el que penalizó con 5, 10, 20, 50 y hasta 100 puntos, las faltas de ortografía. Yo saqué la tercera nota de la clase y logré sólo 32 puntos sobre 100. ¡Y el último sacó -325!

Al llegar a EU, localicé a mi viejo maestro, preguntando a mis antiguos compañeros de clase, hasta que al fin di con su dirección. Y fui a visitarle en su modesta pero inmaculada casita, donde residía con su esposa, también maestra. Allí reanudamos nuestra vieja amistad. Allí lo visitaba siempre cuando viajaba camino de México en automóvil, y desde entonces mantuvimos una larga correspondencia electrónica, que nos acercó aun más. Sin embargo, nunca pude, por respeto y jerarquía, llamarlo por su nombre de pila: sólo siempre ``doctor''.

Al mirar hacia el pasado vemos cómo, si hemos tenido suerte, hemos sido bendecidos con la influencia de alguien que ha marcado positivamente nuestras vidas. En nuestra cultura hispanoamericana, la influencia de nuestros venerados educadores es más alta que en las otras sociedades. Por eso es tan importante apoyar sus esfuerzos, si se quiere mejorar no sólo la instrucción y la cultura, sino las mismas condiciones socioeconómicas de las generaciones futuras.

Porque, como bien dijera Don José de la Luz y Caballero, el padre de la educación cubana: ``Enseñar puede cualquiera, educar tan sólo quien sea un evangelio vivo''.

Educador y miembro del Board de NACAE (National Association of Cuban-American Educators).

myprofile.cos.com/romeu

© El Nuevo Herald

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